viernes, 22 de diciembre de 2017

EL MONO



No tenía que haberlo hecho. Ni siquiera sé cómo acabé en el taller y cómo puede ser posible que estuviera tan vacío. Desde que entré en el Arqueológico todo se difumina hasta hallarme ante esas piezas en restauración. Allí estaban los cuatro tarros con esa tapadera tan singular y vistosa, reposando en una mesa de trabajo. El halcón, el chacal, el “cabezón” y sí, el babuino. ¿Por qué tenía que haber un babuino? Desde siempre tuve fascinación con los monos, quizá rasgo de alguna mutación que se quedó por culminar en mi línea genética.

“Vasos canopos, Dinastía XXII, 943 A.C.”, rezaba un papel escrito a mano apresuradamente, que se hallaba justo a su lado. El mono me miraba, juro que me miraba y que era como una invitación. Hasta creí percibirle un guiño, acompañado por una mueca que me tentaba a acercarme. No pudiendo sino abandonarme a la imperiosa curiosidad que de repente aprisionaba todos mis sentidos, me acerqué. Observaba los vasos desde arriba y ahora, el de la cabeza de mono volvía a parecer del todo inanimado. Tomé la cabeza del babuino, destapando el recipiente, y sin mirar, metí la mano.
Lo que era esa masa sanguinolenta no lo sé, tan solo me dominaba el tacto repugnante entre mis dedos. “¿Pero estos tipos no se suponía que momificaban todas estas porquerías?”, todavía acerté a pensar. Y ahí, delante de mí mientras todo comenzaba a dar vueltas, se perfilaba un babuino de tamaño completo; se reía haciendo aspavientos y con un tono propio de malvado de cine de serie B. Su carcajada dominaba la estancia y todo se tornaba evanescente.

Todo cambió a mi alrededor. Aquello era una fiesta y todo el mundo cantaba y brindaba. Alguien puso en mi mano una copa de espumoso, antes de que pudiera tomarme unos segundos para reflexionar dónde me hallaba. “¡El 128, el 128…!”, repetía todo el mundo al ritmo de una cadencia determinada. “¡El 128!”, me gritó a unos centímetros de mi cara aquel tipo trajeado, alto y desgarbado. “¡El 128, ja, ja, ja!”, repitió mientras la canción continuaba. Conseguí echar un vistazo a mi alrededor y localicé al fondo, presidiéndolo todo, una gran pancarta que rezaba “Constitución Española”. “Pues claro!”, pensé, “han pasado unas horas y hoy ya es 6 de Diciembre, el Día de la Constitución…”.

¿Pero qué pintaba yo aquí? ¿Cómo había llegado desde que me sintiera desfallecer en el taller de restauración del MAN? “¡El 128, el 128…!”, continuaban salmodiando todos como en trance, mientras sonaba una sencilla melodía. “¡El 128!”, me espetó ahora una señora de punta en blanco, exhalando un aliento que muy indiscretamente revelaba una velada con una abundante dosis de cava. ¿Pero qué coño es eso del 128? De repente me vino la luz: ¿el artículo 128 de la Constitución, no era ese de que la riqueza nacional estaba supeditada al interés general?

No bien me vino este pensamiento, un impulso irresistible me hizo volver la mirada de nuevo hacia donde estaba la pancarta, donde acerté a percibir ahora una especie de tarima en la que un tipo extrañamente peludo, pretendía ejercer de maestro de ceremonias de la surrealista fiesta. Tocado con chaqué, sentado de forma un tanto extraña, movía su varita de director mientras todos habían comenzado a menearse al unísono, siguiendo su ritmo. Me miraba y se reía, su extraña carcajada resaltaba sobre todo el ruido del surrealista aquelarre constitucional. Un momento; no era una carcajada, eran gritos… ¡de mono! Allí estaba, vestido de chaqué. Era el simio del museo y continuaba con sus alaridos, mientras ahora se ponía a dar saltos y piruetas. Y todo se tornaba negro.

-         ¿Cuánto pesas? - inquiría una voz de barítono desde la negrura.
-          ¿Perdón, ya estamos con eso?
-          ¿Cuánto pesa tu alma? - insistía la voz.
Aliviado por un momento por no tener que referir dato alguno sobre mi mayor complejo, solo unos segundos después me di cuenta de que hablábamos de mi eternidad. Fruslerías, vaya…
-          No lo sé muy bien… ¿el alma pesa? -

La cara del babuino se materializó frente a mi vista, gigantesca y como suspendida. Sus rasgos ahora no tenían expresión más allá de su mirada, que se me clavó escrutadora. Tan intensa, que por un momento intenté hacer ademán de taparme con los brazos (gesto fútil ante mi circunstancia completamente incorpórea). Negrura y torbellino.

Me despierto en una barca amarrada a un muelle. Apenas soy capaz de ponerme en pie sin caerme y alcanzar tierra firme, subiendo la escalerilla aferrada al hormigón. Es de noche, pese a la claridad que proporciona una luna llena y argentinamente refulgente. Miro el teléfono móvil para ver la hora: 2 de la mañana ¡del 20 de diciembre! Qué extraño, ni una llamada, ni un mensaje, ni un watts. No funciona nada, solo la hora y el calendario. Miro a mi alrededor y un edificio destaca por encima de todo lo demás, ya sé dónde estoy. No sé cómo puedo haber llegado aquí, ni qué ha ocurrido en estos días. La torre es fálicamente (lo siento) inconfundible, iluminada por barras rojas y amarillas… ¿cuántas son? Cada vez que parpadeo me parece un número diferente…

Camino hacia el centro de Barcelona, todo está lleno de carteles y papeletas diseminadas por el suelo. Parece que mañana hay elecciones (esta frase se puede decir últimamente en Cataluña al azar y tener muchas posibilidades de acertar), pero no hay ni un alma en la calle. Al menos podría haber un taxi por las proximidades… Ni un ruido. Un momento, se acercan dos tipos (chico y chica) y parece que discuten acaloradamente. Él, más vehemente, hablaba en catalán y ella contestaba en castellano (lengua que utilizaré en este texto, por más que se escape con ello algún matiz). No parecieron ni por un momento reparar en mí y yo me cuidé mucho de importunarlos.

-          ¡Te he dicho que por ahí no vamos bien! - Decía él, el de la barretina roja en la cabeza.
-          ¡Eso ya te lo he dicho yo, pero contigo nos perderemos seguro! - Le contestaba ella.
-          ¡Que no! -
-          Pues dame una alternativa, tampoco me gusta a mí mucho este camino, ya lo sabes. Siempre tenemos la misma discusión-

       Y en esto, ambos se pararon, uno frente al otro.
-          Vamos a hacer una cosa- le dijo él. - Si soy capaz de comerme ese gato muerto de ahí (señalando el cadáver de un minino en el que no había reparado nadie hasta el momento) tomaremos el camino que a mí más me apetezca. -
-          ¡No digas estupideces! Pero bueno, si tienes estómago…-

Ni corto ni perezoso, el de la barretina agarró el cadáver felino y comenzó a masticarlo con fruición. Creo que no he visto nada más asqueroso, pero a juzgar por las arcadas y aspavientos del que intentaba masticar, éste compartía mi opinión. No obstante, continuaba con la tarea.
Su colega, en un principio reía estrepitosamente, mientras le regalaba toda una serie de  ánimos burlescos para la tarea. Pero al poco, su semblante fue tornando poco a poco a grave. 

Cuando el de la barretina mediaba con gran dificultad la mitad de la pieza, su compañera, demudado el rostro, pasó a inquirirle:
-          -Para un momento. ¿Si me como yo la mitad que falta, seguimos por donde veníamos?
El de la barretina apenas pudo hacer mucho más que asentir, mientras trataba de limpiarse con las mangas los restos de su obra de la cara. No bien le traspasó el despojo, la otra comenzó a deglutir aquella asquerosidad con idéntico esfuerzo y aprensión. Y sí, fui testigo de cómo se terminaba esa otra mitad y de cómo ambos, sin decirse nada, retomaban la senda que ninguno de los dos quería recorrer. Y con un gato muerto comido por el camino.

Confieso que volví corriendo al muelle para, estirado en el suelo, expulsar lo que ni sabía que tenía en el estómago. Una vez pasado lo hipnótico de la escena, la repugnancia me sobrepasó. Cuando acerté a volver a abrir los ojos y mirar, me di cuenta de que volvía a estar al lado de la barca en la que me había despertado. Allí, estaba sentado un marinero muy especial.

Aprende- dijo el mono, justo antes de abalanzarse sobre mi de un tremendo salto, acompañado por el chillido más agudo que he escuchado en mi vida.
Cuando sentí unos colmillos clavarse en mi cuello, me desmayé.

Me despierto ¿Por qué tuve que meter la mano allí? Cometí sin duda un sacrilegio y ahora me van a perseguir más pesadillas egipcias que a Brendan Fraser en toda la saga. Eso si consigo salir de este bucle. Ahora estoy tumbado y rodeado de tipos escribiendo, todos con el pelo afeitado. Más que reales, parecen escribas egipcios dibujados por Uderzo. Presidía la sala una estatua con cuerpo humano y cabeza de pájaro, con un pico extrañamente curvado. Sostenía en sus manos una balanza. Miré mi móvil: 24 de Diciembre, 12 de la mañana.
-          ¿Alguien me puede decir dónde estoy y cómo se sale de aquí? - pregunté en alto mientras me levantaba.

No pareció que me hicieran el más mínimo aprecio, los escribas continuaban afanosos lo que quiera que estuvieran transcribiendo. Decidí dirigirme a la única puerta abierta que se veía al fondo de la habitación.

No bien la traspasé, me encontré en la calle. Un viento gélido me golpeó en la cara. Nevaba y yo comenzaba a tiritar. Estaba vestido como me encontraba al principio en el museo, así que la falta de abrigo amenazaba con dejarme tieso literalmente. Decidí comenzar a moverme a alguna parte (un bar, una tienda), en busca de refugio momentáneo. Luego me preocuparía de dónde estaba. No bien comencé a andar, se me abalanzó un policía municipal:
-        
-             Ey amigo, ¿dónde se cree que va? ¿es que no tiene civismo? -me espetó.
-          ¿Per-per-done, agente? - balbuceé.
-          No se haga el idiota, está caminando en sentido prohibido y eso es una falta imperdonable. ¡IMPERDONABLE!-
-          ¿Per-per-perdoneee?
-          Per-per-per…- me imitó el policía, mientras hacía gestos burlones.

Y luego estaba esa risa que acompañaba toda la escena y que no salía de nosotros. Esa risa, que provenía de un Papá Noel que justo al lado movía una campana de arriba abajo. Esa risa no era humana y esa cara bajo la barba blanca de artificio, tampoco. ¡El babuino! Olvidando al agente, fui directo al Santa Claus de saldo y me encaré directamente. El mono dejó de reír y me miró fijamente, como esperando. Y yo le dije lo único que en mi confusa cabeza se abrió paso:
-         
          -Como decía Chiquito de la Calzada, todo el mundo tiene un graduado escolar y tú tienes una etiqueta de Anís El Mono.-

Los ojos del simio se abrieron de forma descomunal, se adivinaba en su expresión la incapacidad ABSOLUTA para racionalizar lo que acababa de oír. Al punto, todo el ruido alrededor cesó, mientras la escena comenzó a desvanecerse en segundos. Y yo me encontré en el salón de mi casa, rodeado por mi familia y en mitad del ademán de deglutir otra uva más.

Sí, en cuestión de segundos comenzaría otro año, todo había vuelto a la normalidad. Y todo se lo debía a Chiquito. Gracias Maestro.

¡Felices Fiestas y Feliz Año Nuevo!