No pudo evitar acercarse, le venció la curiosidad. La noche
era ya cerrada y pese a estar terminándose diciembre, le daban ganas de
quitarse el abrigo debido a lo templado de la temperatura. Al doblar la esquina,
pudo empezar a vislumbrar ese grupo vociferando una mezcla de consignas y
gruñidos, sosteniendo pancartas: “BASTA DE SUDVENCIONES A LAS FEMINAZIS”, “ETRURIA
UNA Y NO TROPECIENTAS”, “ME DUELE LA BARRIGA” …
Apenas eran algo más de un centenar, apiñados por las
fuerzas del orden justo enfrente del teatro, al tiempo que separados de la
gente que comenzaba a entrar en el mismo. Ahí las reacciones eran de todo tipo:
quienes entraban aprisa sin apenas mirar, quienes ralentizaban el paso
observando con curiosidad etológica y alguno/a, que directamente se encaraba a
escasos metros y se dedicaba a devolver gritos o gestos obscenos. Los guardias
se apresuraban a conminar a estos a entrar en el espectáculo y no dar más la
barrila, mientras los de enfrente rugían, siempre primariamente reactivos a los
estímulos del entorno.
Todo había empezado bastante a lo tonto. Se cumplía el
nosecuantos aniversario de la Ley de Pastos y como es lógico, las autoridades
del país pretendían celebrarlo por todo lo alto. Para ello la Duma Etrusca organizó,
entre otras cosas, un concierto en el claustro de un importante museo de la
capital. Todo estaba dispuesto en la sala: las máximas autoridades del país,
invitados internacionales -entre los que destacaba el arcipreste de Luxemburgo-
y un recital de chelo a cargo del virtuoso etrusco Catón Rostropóvich. Fue al entrar
en la sala cuando el maestro, ya algo entrado en años, tropezó con un pliegue
de la alfombra y cayó encima de las banderas que presidían el acto. Azorada, la
organización se apresuró a levantar al músico mientras recomponía la
disposición de las banderas, siendo todo ello retransmitido en directo por las
cámaras de las televisiones del país. Pasado el susto, el concierto se reanudó
sin más incidencia.
Nadie le dio importancia, hasta que al día siguiente
apareció una columna de opinión en un medio digital, en la que un conocido
prescriptor se preguntaba cómo era posible que tras haber sido derribada la
enseña nacional etrusca, el concierto hubiera seguido como si nada. El artículo
fue inmediatamente archirretuiteado en redes sociales y ese mismo día la
reflexión se fue haciendo eco en otros referentes mediáticos (de un determinado
espectro ideológico), cada vez subiendo más el tono de sus apreciaciones. Fue
al día siguiente cuando el líder del Partido Conservador de Etruria (PCE), se
sintió obligado a solicitar al maestro Rostropóvich “que pidiera perdón a los etruscos”.
Fue solo un día más tarde cuando en un mitin de POX (Partido
Orco -la X es una eventual falta de ortografía-), se hizo una llamada al boicot
a toda la música de cuerda, mientras el conducator
concluía: “si quieres los violines, llévalos a tu casa”.
No tuvo el músico siquiera la solidaridad de los
separatistas romanos (“al fin y al cabo siempre ha tocado en etrusco, aunque
fuera el violín”), o del superprogresista Partido Ofendido (PO, al que solo la
X separaba, en el acrónimo, del Partido Orco), que reprochó al artista haberse
derrumbado sin sensibilidad alguna para con las minorías.
En fin, allí estaba la horda, reunida frente al teatro en el
que Rostropóvich se disponía a actuar, y a punto de haber conseguido suspender
el concierto. Para muchos de aquellos seres se podía adivinar que aquella era
su primera aproximación a la música clásica, de momento de carácter meramente
geográfica.
Mientras nuestra protagonista se iba aproximando, ya muy
cerca del grupo, pudo observarlos más de cerca. Esas caras en tensión, esos
ojos rojos de ira, esa expresividad gutural. Pudo vislumbrar alguna otra
pancarta: “ROSTROPOVIS AL PAREDÓN”, “SAURON NO SE TOCA”, “QUEREMOS VOTAR,
AUNQUE NO NOS GUSTE ESO DE LA DEMOCRACIA (QUE ES COSA DE GRIEGOS)”, “¿ME DA LA
HORA?” …
Nuestra observadora superó finalmente su aprensión y se
acercó a escasos centímetros de la horda, llamando la atención de uno de ellos,
que se volvió a mirarla con ojos inyectados. El sujeto estaba fuera de sí, los
ojos rojos saliéndosele de las cuencas.
-
¿No les parece un poco exagerado todo esto? -
inquirió ella.
-
¡¡¡¡¡A LA COCINA!!!!, ¡¡¡¡¡SI NO TE GUSTA ETRURIA,
VETE DE MORDOOOOOORRR!!!!- le respondió el sujeto, con un timbre decibélico tan
elevado como desagradable (los espumarajos que le salían de la boca, lo eran
aún más).
Un policía la agarró con fuerza del hombro, empujándola
hacia fuera, al tiempo que le impelía a separarse de allí. En buena hora,
porque el resto comenzó a sumarse al coro de invectivas, cada vez más agresivas
y zafias.
Se situó a una distancia prudencial desde entonces, junto
con otros viandantes que también observaban la escena. Reflexionaba ella,
viendo el triste espectáculo, cómo alguna gente era capaz de llegar a sustituir
el mismo aire que respiraba, por odio en cualquiera de sus estados. También
trataba de imaginar cómo sería un lugar poblado únicamente por tipos como los
de esa turbamulta, de cumplir con esa invitación de que, de no gustarte ellos, te
fueras del país. Y mientras pensaba estas y otras cosas, fue poniéndose el
abrigo porque la noche se estaba poniendo repentinamente fría. Un copo de nieve
le cayó en la nariz, sorprendiéndola, y enseguida una copiosa nevada cayó en la
ciudad.
Casi sin darle tiempo a pensar nada más, escuchó un sonido
de campanillas aproximándose, como desde el cielo. Cuando todo el mundo miró
hacia arriba, vieron pasar velozmente sobre sus cabezas un trineo volador, al
que apenas divisaron su trasera al alejarse. Un “¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡JO, JOO, JOOOOOOO!!!!!!!!!!!!”
retumbó como un trueno mientras desaparecía.
Al bajar todos la vista, pudieron ver cómo el entero grupo
de manifestantes era un gran bloque de hielo inanimado. Paralizados ellos, el
silencio más absoluto se hizo en la calle.
Un milagro de la Navidad.
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