jueves, 20 de diciembre de 2018

BLANCA (Y FRÍA) NAVIDAD



No pudo evitar acercarse, le venció la curiosidad. La noche era ya cerrada y pese a estar terminándose diciembre, le daban ganas de quitarse el abrigo debido a lo templado de la temperatura. Al doblar la esquina, pudo empezar a vislumbrar ese grupo vociferando una mezcla de consignas y gruñidos, sosteniendo pancartas: “BASTA DE SUDVENCIONES A LAS FEMINAZIS”, “ETRURIA UNA Y NO TROPECIENTAS”, “ME DUELE LA BARRIGA” …

Apenas eran algo más de un centenar, apiñados por las fuerzas del orden justo enfrente del teatro, al tiempo que separados de la gente que comenzaba a entrar en el mismo. Ahí las reacciones eran de todo tipo: quienes entraban aprisa sin apenas mirar, quienes ralentizaban el paso observando con curiosidad etológica y alguno/a, que directamente se encaraba a escasos metros y se dedicaba a devolver gritos o gestos obscenos. Los guardias se apresuraban a conminar a estos a entrar en el espectáculo y no dar más la barrila, mientras los de enfrente rugían, siempre primariamente reactivos a los estímulos del entorno.

Todo había empezado bastante a lo tonto. Se cumplía el nosecuantos aniversario de la Ley de Pastos y como es lógico, las autoridades del país pretendían celebrarlo por todo lo alto. Para ello la Duma Etrusca organizó, entre otras cosas, un concierto en el claustro de un importante museo de la capital. Todo estaba dispuesto en la sala: las máximas autoridades del país, invitados internacionales -entre los que destacaba el arcipreste de Luxemburgo- y un recital de chelo a cargo del virtuoso etrusco Catón Rostropóvich. Fue al entrar en la sala cuando el maestro, ya algo entrado en años, tropezó con un pliegue de la alfombra y cayó encima de las banderas que presidían el acto. Azorada, la organización se apresuró a levantar al músico mientras recomponía la disposición de las banderas, siendo todo ello retransmitido en directo por las cámaras de las televisiones del país. Pasado el susto, el concierto se reanudó sin más incidencia.

Nadie le dio importancia, hasta que al día siguiente apareció una columna de opinión en un medio digital, en la que un conocido prescriptor se preguntaba cómo era posible que tras haber sido derribada la enseña nacional etrusca, el concierto hubiera seguido como si nada. El artículo fue inmediatamente archirretuiteado en redes sociales y ese mismo día la reflexión se fue haciendo eco en otros referentes mediáticos (de un determinado espectro ideológico), cada vez subiendo más el tono de sus apreciaciones. Fue al día siguiente cuando el líder del Partido Conservador de Etruria (PCE), se sintió obligado a solicitar al maestro Rostropóvich “que pidiera perdón a los etruscos”.

Fue solo un día más tarde cuando en un mitin de POX (Partido Orco -la X es una eventual falta de ortografía-), se hizo una llamada al boicot a toda la música de cuerda, mientras el conducator concluía: “si quieres los violines, llévalos a tu casa”.
No tuvo el músico siquiera la solidaridad de los separatistas romanos (“al fin y al cabo siempre ha tocado en etrusco, aunque fuera el violín”), o del superprogresista Partido Ofendido (PO, al que solo la X separaba, en el acrónimo, del Partido Orco), que reprochó al artista haberse derrumbado sin sensibilidad alguna para con las minorías.


En fin, allí estaba la horda, reunida frente al teatro en el que Rostropóvich se disponía a actuar, y a punto de haber conseguido suspender el concierto. Para muchos de aquellos seres se podía adivinar que aquella era su primera aproximación a la música clásica, de momento de carácter meramente geográfica.

Mientras nuestra protagonista se iba aproximando, ya muy cerca del grupo, pudo observarlos más de cerca. Esas caras en tensión, esos ojos rojos de ira, esa expresividad gutural. Pudo vislumbrar alguna otra pancarta: “ROSTROPOVIS AL PAREDÓN”, “SAURON NO SE TOCA”, “QUEREMOS VOTAR, AUNQUE NO NOS GUSTE ESO DE LA DEMOCRACIA (QUE ES COSA DE GRIEGOS)”, “¿ME DA LA HORA?” …

Nuestra observadora superó finalmente su aprensión y se acercó a escasos centímetros de la horda, llamando la atención de uno de ellos, que se volvió a mirarla con ojos inyectados. El sujeto estaba fuera de sí, los ojos rojos saliéndosele de las cuencas.

-          ¿No les parece un poco exagerado todo esto? - inquirió ella.
-          ¡¡¡¡¡A LA COCINA!!!!, ¡¡¡¡¡SI NO TE GUSTA ETRURIA, VETE DE MORDOOOOOORRR!!!!- le respondió el sujeto, con un timbre decibélico tan elevado como desagradable (los espumarajos que le salían de la boca, lo eran aún más).

Un policía la agarró con fuerza del hombro, empujándola hacia fuera, al tiempo que le impelía a separarse de allí. En buena hora, porque el resto comenzó a sumarse al coro de invectivas, cada vez más agresivas y zafias.

Se situó a una distancia prudencial desde entonces, junto con otros viandantes que también observaban la escena. Reflexionaba ella, viendo el triste espectáculo, cómo alguna gente era capaz de llegar a sustituir el mismo aire que respiraba, por odio en cualquiera de sus estados. También trataba de imaginar cómo sería un lugar poblado únicamente por tipos como los de esa turbamulta, de cumplir con esa invitación de que, de no gustarte ellos, te fueras del país. Y mientras pensaba estas y otras cosas, fue poniéndose el abrigo porque la noche se estaba poniendo repentinamente fría. Un copo de nieve le cayó en la nariz, sorprendiéndola, y enseguida una copiosa nevada cayó en la ciudad.

Casi sin darle tiempo a pensar nada más, escuchó un sonido de campanillas aproximándose, como desde el cielo. Cuando todo el mundo miró hacia arriba, vieron pasar velozmente sobre sus cabezas un trineo volador, al que apenas divisaron su trasera al alejarse. Un “¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡JO, JOO, JOOOOOOO!!!!!!!!!!!!” retumbó como un trueno mientras desaparecía. 
Al bajar todos la vista, pudieron ver cómo el entero grupo de manifestantes era un gran bloque de hielo inanimado. Paralizados ellos, el silencio más absoluto se hizo en la calle.

Un milagro de la Navidad.